Antonio El Pipa es Jerez. E inevitablemente puede presumir de vivencias, de historia y de apellido. Durante décadas, ha sido capaz de imprimir un sello propio en su forma de bailar y de estar en el escenario. Dando prioridad siempre a la pasión sobre la técnica, a la parada sobre el taconeo, a la sencillez frente al exceso.
Por eso, el público llenó ayer el Teatro Central de Sevilla para asistir a su espectáculo, que dio cierre al ciclo Flamenco Viene del Sur, y le aplaudió de manera incondicional por sus modos y maneras.
En este sentido, ‘De la Tierra’ no defraudó. Sin más argumento que el baile, sin más escenografía que la silla de enea, sin más percusión que las palmas y sin más pretensión que ofrecer lo que se le espera, El Pipa optó por una propuesta sencilla pensada por y para el lucimiento de su baile.
Así, se acompañó de un atrás de seis voces y dos guitarras, perfectamente medidas y estudiadas, entre las que destacó el quejío de Morenito de Íllora que, sin duda, regaló algunos de los momentos más hondos de la noche. Y compartió escenario con la joven bailaora Claudia Cruz, que hizo alarde de la garra, el genio y la fuerza que servía de contrapunto a los movimientos del jerezano.
El bailaor puso todo el énfasis en el flamenco más rancio. El que con pocos recursos arranca los oles en los tablaos. El que entusiasma a los espectadores extranjeros que, por cierto, ocuparon gran parte de los asientos del teatro. El que cuando finaliza la obra baja el telón.
En este sentido, en las soleares por bulerías que bailó junto a Cruz recreó estampas que hacían recordar al flamenco que triunfaba en los pueblos de España en plena posguerra. Sus propias poses, sus braceos, el uso de sus manos y su expresión entre sonriente y desafiante forman parte asimismo de un baile con aroma a nostalgia en el que el peso recae en el paseo y la parada torera. Aunque se dejara a un lado el riesgo, el valor y hasta la profundidad.
Es decir, de vez en cuando es necesario airear los roperos para impedir que lo que guardamos con cariño empiece a oler a naftalina. Y este es, precisamente, el peligro que corre el baile de El Pipa. Que a día de hoy no deja de ser más de lo mismo que prometió ser. Al final, si uno no encuentra un camino para renovarse y evolucionar acaba convirtiéndose en una caricatura de lo que fue y se convierte en esclavo de su propia virtud. Ya se sabe que en el arte no sirve la máxima de ‘virgencita que me quede como estoy’.
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