Texto: Alejandro Medina. Fotos: Óscar Romero.
El teatro Lope de Vega acogió con un lleno total la actuación del cantaor José Valencia, que al igual que en la anterior edición de la Bienal de Flamenco se anunciaba con un reto mayúsculo.
Si en 2014 se propuso grabar un disco en directo, en la noche de ayer debía cumplir el deseo del maestro Juan Peña ‘El Lebrijano’, quien le encomendó recuperar en este recital los cantes que grabó en aquel álbum maravilloso, De Sevilla a Cádiz. El maestro desapareció hace unos meses, y el espectáculo quedó en manos de su sobrino Pedro María Peña, que ha rematado la obra junto al propio cantaor.
Lo que propone De Sevilla a Cádiz es un camino, y no únicamente el geográfico. José Valencia recorre con él definitivamente el trecho que separa el atrás del adelante; esto es, de ser un consumado cantaor para el baile, a una primera figura del cante en solitario. Al mismo tiempo, traza una ruta que atraviesa el flamenco clásico, el que nos trasporta a las décadas de los 50 y 60. Finalmente, pone a Valencia en la senda de la sucesión de su paisano, que deja vacío el trono del cante de Lebrija, y aún de todo el flamenco.
Y en ese recorrido hay muchas trampas. Pero Valencia es un artista inteligente y no da un mal paso. Para seguir las huellas del maestro ha colocado sus propias pisadas junto a las de éste, sin pretender encajar en su zapato, pero con su andar característico. Primero marcando la marcha en los romances, con ese compás brabucón, invocador del rito gitano andaluz. Más tarde en la soleá, con ese largo paseo por los estilos de Lebrija, Alcalá, Triana y Cádiz.
Hasta entonces sentimos a Valencia algo marcial, concentrado en no salirse de la vereda. En los tientos tangos se mostró mucho más desinhibido, y chispearon los detalles personales sobre el recuerdo al maestro. Con el público más convencido nos fuimos hasta la Tacita de Plata para que Pastora Galván le hiciera un monumento efímero a la escuela sevillana: una virtuosa de las emociones.
Recuperamos la marcha cantaora en Jerez, con la seguiriya que orientó Manuel Parrilla hacia los rincones más dolientes del toque flamenco. Nos demoramos un rato más en la campiña, con la soleá por bulerías que fue puro nervio, un asalto de compás y enjundia. Así llegamos de nuevo a Lebrija con una tanda de bulerías coléricas, en las que Valencia despachó su voz omnipotente, elevando los graves hasta construir un muro de sonido imponente. Durante toda la noche sumó a su pericia vocal los giros característicos de Juan Peña El Lebrijano -tarea al alcance de unos pocos elegidos- del que recuperó sobre todo su ductilidad rítmica.
Toda una expedición que nos dejó de nuevo en Sevilla con la toná y martinete llenos de mesura. Llegó así a buen puerto un Valencia que mira ya a horizontes nuevos con la guía del maestro del pelo rubio, los ojos azules y la voz inmortal.