Antonio Reyes es un cantaor que siempre rinde a gran nivel. Su nivel de exigencia y autocrítica lo llevan a superarse en cada actuación. Actualmente ocupa uno de los primeros puestos del escalafón flamenco por méritos propios. Una de sus mayores virtudes es que pone de acuerdo a toda la afición, tanto las minorías más cabales como a las grandes masas, y esto ciertamente es algo inusual teniendo en cuenta que Antonio no sale de la ortodoxia y del cante bien dicho.
Quizás sea esto último. Cuando el cante se dice bien, sin ojana y con el duro en la mano para poder cambiarlo, los éxitos viene solos. Antonio ofreció un recital de corte clásico en el mítico Café Berlín la noche del viernes 25 de octubre, donde apenas cabía un alma. Resultó atípico ver como la mitad del público ocupaba los cómodos asientos de la sala, mientras la otra mitad cubría el suelo restante para acomodarse. Era imposible transitar por el café, el lleno fue absoluto.
Como viene siendo habitual, el chiclanero estuvo acompañado a la sonanta por su tocayo Antonio Higuero. ¿Y qué decir de Higuero que tampoco se sepa? Pues que su toque de acompañamiento está al alcance de pocos, que le da el sitio preciso al cantaor para que pueda rendir al mejor nivel y que, además, deja pinceladas de su flamencura en cada falseta.
La noche comenzó por alegrías que calaron en el público, pellizcando con su salinera forma de interpretar. Con la voz todavía entrando en calor, siguió por tangos, donde paraliza el tiempo para asestar latigazos de auténtico duende. El cénit llegó con el fandango de Cepero-Vallejo con el que suele cerrar este cante. Sin palabras. Para poner fin a esta primera parte de su actuación, cantó dos tarantos de enjundia y una cartagenera con la que demostró que no hay lámparas mineras que alumbren tanto como el cante del gaditano por aires levantinos.
Tras el descanso y con la voz ya totalmente redonda, salió Antonio dispuesto a dar más de lo posible. Dispuesto a lanzarse al vacío de los cantes, a arriesgar en cada tercio. En definitiva, dispuesto a entregarse por entero a los aficionaos que colmaron el lugar. El hecho de arriesgar hizo que cometiera algún fallo voca. ¡Bendito fallo vocal! Ese tipo de fallos que ocurren cuando llegas al límite, te cambia la voz y te sale algo parecido a eso que llaman “gallo”. Seguramente a Antonio no le gustó en absoluto esto, pero a los asistentes les dolió en el sentido más flamenco posible.
Inició esta segunda parte por soleá, recorriendo los principales focos geográficos: Alcalá (Juaquín La Paula), Cadiz (El Mellizo), Jerez (Frijones y La Moreno), Triana (Andonda) para finiquitar con un cante de dificilísima lidia, como es el estilo de cierre atribuido a Enrique El Mellizo. Siguió por bulerías y siguió superándose. Impresionantes, flamenquísimas e inspiradas bulerías que fueron recompensadas con una severa ovación.
Su enduendado estado artístico le llevo a inundar de oscuridad al Café Berlín para perfumarlo con aromas de óbito. El chiclanero canto por seguiriyas entregándose a la verdad del cante jondo. Higuero respondió al cante de Antonio de forma sublime, más gitano no pudo tocar. Salida de Manuel Molina para llegar hondo con el cante corto de Tío José de Paula y broche de oro con otro cante popularizado por Manuel Torre y atribuido a Curro Durse, aquel de “los días señalítos…”.
Se despidió Antonio con uno de los estilos que domina como nadie actualmente, siendo una de las referencias del momento. Por fandangos, claro. Caracol, Calzá versión Rancapino, Chocolate, Gordito de Triana o Manuel Torre cobran una dimensión diferente con los matices vocales del gaditano. Terminó a viva voz y con el público enloquecido con su arte. Una noche casi perfecta y gracias, porque la perfección a veces resulta inexpresiva, lisa y pastueña.