El cuadro descompuesto. A la izquierda, un Jesús Méndez en penumbra. A la derecha, la guitarra de Salvador Gutiérrez y la percusión de José Carrasco. El resto del escenario es el vacío. Un ingrato laboratorio de ensayo. Sólo al fondo se vislumbran algunos elementos: dos taburetes, el sombrero cordobés que Andrés Marín se quita después de la primera pieza y un búcaro que sirve de timbal y de refrigerio. Alguien trascendental vería en esto una clara metáfora de lo que el bailaor denuncia y de lo que el bailaor reclama.
Es decir, lo que Marín plantea en ‘Op. 24’, el espectáculo que estrenó el martes en el Teatro Central de Sevilla dentro del ciclo Flamenco Viene del Sur, no es más que su insistente necesidad de defender la sobriedad como virtud y la experimentación como único refugio para la libertad. La vanguardia como valor añadido.
Marín es un esteta que cumple casi al completo el ‘Decálogo del buen bailarín’ que ya dejara escrito a mediados del siglo pasado Vicente Escudero. Prefiere explorar a implorar. Por eso, su baile se queda en la superficie. En la estampa y la figura. En el músculo. En el golpe.
El sevillano apenas bailó para el cante o para la guitarra. Prefirió indagar solo y sacar el compás de su cuerpo. Cuando la música le acompañó lo hizo de forma saturada, como si lo aprisionara con no se sabe qué cadenas.
Definitivamente, Marín no se relaja. Convierte el flamenco en ejercicio y lo pone en deconstrucción para encontrar su propia pureza. Confieso haber degustado en un gastrobar de moda el ‘nuevo concepto de gambas al ajillo’. La presentación era sorprendente. El sabor exquisito. Pero olvídense de hacer barquitos. Por seguir con las metáforas…
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