Hablar de Antonio Reyes es hablar de uno de los pilares fundamentales del cante en la actualidad. Lo es por su talento innato; pero también por su ortodoxia incorruptible, por su trabajo, por su seriedad y por su compromiso con el flamenco. A pesar de llevar muchos años copando los más altos puestos del escalafón flamenco, sigue estirando la cuerda del buen hacer para continuar creciendo artísticamente.
Con un aforo casi completo, se presentaba este fin de semana el chiclanero junto a su inseparable tocaor Antonio Higuero en la Sala García Lorca de la Fundación Casa Patas. A punto estuvieron de no llegar por el percance que hubo en Córdoba con el AVE, pero felizmente para los aficionaos, consiguieron superar este contratiempo.
Si hay un calificativo que define de una forma fiel el cante de Antonio, ese es dulce. Una delicia jonda que da gusto saborear. Que su cante sea pura miel no me sorprende, lo que realmente me sorprende, y para bien, es comprobar como su queja y sus jirones de gitanería son cada vez más profundos. Hiere. Ahora expone más, pero lo hace desde la madurez artística que atesora. Sus subidas y bajadas tonales son dignas de un auténtico soprano de lo jondo.
Comenzó su recital por alegrías, con mucho gusto y dotándolas de una gaditanía y personalidad apabullantes. Meció los tangos como solo él sabe, echándole azúcar y rematándolos con ese fandango valiente reconstruído a partir de los estilos personales de Cepero y Vallejo. Cerró la primera parte del recital con una explosión de sabores y colores por soleá. Cocidas a fuego lento y bien dichas.
Le segunda parte fue de las que resuenan en los mentideros. Con la voz más aclimatada a una sala con una acústica limitada, sacó todo lo que llevaba dentro. Se liberó. Se vació en cada tercio. Expuso y tuvo su recompensa. Tras abrir con un inusual (en su repertorio) cante por malagueñas de Caracol y El Mellizo llegó el momento; el momento de hacer saltar las agujas de los relojes. La seguiriya del chiclanero, dedicada a su compañero Israel Paz, fue antológica. Ese «aaaayyyyy» tan característico de la seguiriya del Viejo de la Isla fue un cuchillo afilado. Sus requiebros en cada tercio dejaron entrever el verdadero poderío de Antonio Reyes, siempre ayudado por el perfume áspero de la bajañí de Higuero. El cierre con aires de Enrique El Mellizo fue una auténtica obra de arte.
Como dictan esas reglas no escritas del flamenco, finalizó su recital por bulerías marca de la casa y fandangos de Caracol y Gordito de Triana. El público quería algo más, y Antonio se despidió con una Zambra caracolera con la que puso fin a una noche de flamenco en almíbar.
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