Todos nosotros, el que más o el que menos, tenemos algo que recordar de él. Y, sin apurar, mucho que agradecerle también
Ayer nos dejó un amigo y compañero, Antonio Perea. Cantaor de profesión, aunque más por devoción, acompañó a prácticamente todas las academias de Córdoba, así como a todas las bailaoras que se subieran a los escenarios - aunque suene con sorna en el siglo pasado -. Entre ellas, a Rocío Barranco, la Chua, Marivi Palacios y a mí misma entre muchas otras.
Todos nosotros, el que más o el que menos, tenemos algo que recordar de él. Y, sin apurar, mucho que agradecerle también. Hoy una peña de la capital lleva su nombre y su sobrina Silvia continúa llevando su apellido por los escenarios.
Era un cantaor de voz ronca, de la antigua escuela, que conjugaba su cante cigarro en mano con una amplia y dilatada experiencia, llena de vivencias. Valiente a la hora de trabajar, no le importaba si tenía que hacer un doblete o triplete (algo acostumbrado en la época), él no le podía fallar a nadie. No le preocupaba tener que empezar a la una de mediodía en la feria y hacer cinco academias y, después de nueve horas trabajando, salir para irse a un festival.
Aún recuerdo esas actuaciones en el rastrillo de ADEVIDA (en el paseo de la Victoria), los numerosos festivales en toda la geografía española o los viajes al extranjero, donde a pesar de que si le preguntabas “¿Sabes francés?” y él te contestaba “Yes”, se atrevía incluso a mantener conversaciones con su habla entrecortada con cualquier persona.
De todo sacaba la parte amable y la broma, terminando siempre con esa carcajada, seguida de una tos y la cara tan colorada, que te hacía pensar que le iba a dar algo.
De él solo puedo recordar cosas buenas, porque incluso en los momentos delicados, te hacía sonreír y eras incapaz de enfadarte con él.
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