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Con todo el virtuosismo en sus pies, con todo el conocimiento en su cabeza y con toda la valentía y la constancia a sus espaldas, el sevillano Rafael Campallo tiene probablemente todo lo que le hace falta para ser más de lo que es, pero no lo consigue. O, al menos, no lo que se espera.
Es cierto que en cuanto Campallo pisó las tablas del teatro durante su actuación el pasado jueves en el Ciclo flamenco de Cajasol y bailó por malagueñas-abandolaos destiló escuela. Ésa de maestros como José Galván o Manolo Marín, que le han impregnado un baile clásico, elegante, varonil… un flamenco sobrio, que huye de argumentos, de simulaciones, y que no tiene más pretensión que el baile por el baile.
También que cuando se mueve por tangos es capaz de traer al teatro todas las madrugadas de la Velá de Triana. Y que su zapateado fue preciso y eterno por alegrías. Porque sobra decir que Campallo sabe bailar, tiene una perfecta colocación del cuerpo y trata -y se agradece- de poner el alma, de jugar y de divertirse.
Además, tiene claro qué quiere mostrar y cómo hacer las cosas. Por eso, se rodeó de un elenco que no estuvo simplemente, sino que fue parte fundamental del espectáculo. José Carrasco a la percusión, Juan Campallo a la guitarra y el recién galardonado con el Giraldillo al mejor cantaor en la Bienal de Sevilla, José Valencia que, como acostumbra, engrandece con su voz y su generosidad cualquier espectáculo.
Pero qué ingrato es el arte que, tras un despliegue de melodías creadas sólo a base de punta y tacón es un pequeño gesto de hombros, un guiño o una parada del bailaor lo que arranca un ole. Qué injusto que siendo Campallo un bailaor de los que no defraudan, no sea tampoco de los que se recuerden… Puede que el flamenco sea terriblemente ilógico. O puede que gracias a que lo es se pueda disfrutar tanto algunas veces.
