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En el plasma aparece esbozada la figura de Enrique Morente con el escenario a oscuras. Se oye su voz rotunda y clara en la grabación y el patio de butacas de un Maestranza lleno a reventar permanece mudo. Por momentos, se sueña con que se encienda la luz en el proscenio y aparezca imponente el maestro.
Cuesta sobreponerse a la congoja tras el aplauso y enfrentarse limpiamente a un «concierto en alabanza a su música» sabiendo que Enrique es su mejor homenaje.
Sin embargo, han pasado ya cuatro años de su fallecimiento. La Bienal de Sevilla arranca con la gala inaugural ‘Enrique Morente: Granada, Sevilla, Nueva York…’. Y no queda otra que recordar al artista -o su influencia- en los nombres de quienes los han querido y acompañado en vida, han bebido de su arte, han compartido anécdotas y experiencias con él y, sobre todo, lo llevan presente en sus propias propuestas: sus hijos (Estrella, Soleá y José Enrique), Carmen Linares, Arcángel, Israel Galván, El Pele, Tomás de Perrate, Javier Latorre, Juan José Amador, Silvia Pérez Cruz, Alfredo Lagos, Dani de Morón, El Pájaro, los músicos de Proyecto Lorca…
Claro que el problema es que no se ha superado el luto. Se optó por la oscuridad en el programa y en las luces. Por la lejanía y la frialdad, en la actitud y en la misma distribución de la escena. Por la solemnidad en la dramaturgia y en los cantes. Y así, salvo algunos destellos, asistimos a casi cuatro horas de espectáculo donde nos faltó luz, calidez, cercanía y naturalidad. Precisamente todo lo que inspiraba Enrique.
Recordamos entonces las veces que vimos al de Graná. Cómo era capaz de sorprender siempre, de salirse por la tangente cuando le venía en ganas, de reírse de sí mismo… Se podría comulgar más o menos con su predicamento pero Enrique nunca aburría. Probaba, arriesgaba, y entendía el directo como un momento único en el que dejase impregnar por lo que estaba pasando sobre las tablas, por lo que sentía el público y por lo que ocurría en el mundo. Como hizo en 2009 en su actuación en el Teatro de la Axerquía de Córdoba cuando versionó al recién fallecido maestro del pop, Michael Jackson, bajo la mirada ojo plática de los asistentes.
En otras palabras, en este inicio de Bienal echamos de menos disfrutar del Enrique puro y flamenco. También el canalla y el juguetón. El que guiñaba el ojo y bromeaba constantemente. El que arrejuntaba a los artistas y creaba desde la inspiración, la intuición y la inteligencia.
Sí que pudimos verle en los silencios del ‘Solo’ de Israel Galván y en su alusión al tic tac del reloj que tan bien le marcaba el compás y el tiempo. En las ‘Amarguras’ de Tomás de Perrate y El Pájaro -uno de los momentos más morentistas de la noche- donde reinterpretaron las marchas procesionales desde el eco profundo y los sonidos del lejano oeste. En los tercios rotos de El Pele. Y en las seguiriyas que cantó Estrella junto a Alfredo Lagos e Israel Galván, donde por fin se percibió conjunción verdadera y en las que se podría haber terminado la cosa.
Por lo demás, se prefirió lo ecléctico, lo intelectual, lo psicodélico, lo electrónico, lo culto. Todo lo que en Morente funcionaba porque en él -en Enrique- iba acompañado de ironía, de humildad, de sencillez, de picardía. Pero que de esta forma, por sí solo, termina por alcanzar la pedantería. La misma de la que el maestro huía. Aún así cada gesto fue recibido con ganas por un patio de butacas que en realidad quería aplaudir al maestro. Quizás, saldar una cuenta pendiente con su forma de entender el flamenco y el cante. En fin, hoy lo añoramos aún más.
Teatro de la Maestranza. Dirección: Pedro G Romero, José Luis Ortiz Nuevo y José Manuel Gamboa. Cante: Carmen Linares, El Pele, Juan José Amador, Estrella Morente, Soleá Morente, Silvia Pérez Cruz, José Enrique Morente y Tomás de Perrate. Guitarras: Alfredo Lagos, Dani de Morón y El Pájaro. Baile: Javier Latorre.
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