Con José de la Tomasa no caben los programas de mano por más que Manuel Herrera, director de los Jueves Flamencos de Cajasol, pretendiera en la rueda de prensa poner un orden previo al recital. Tampoco hay título que valga porque siempre es José de la Tomasa en concierto. Su arte no se presenta por proyectos, «mi único proyecto es mi cante», decía.
Y así, sintiéndose como un «último mohicano» en una forma de entender el flamenco que por clásica resulta moderna, se sentó el jueves en la silla de enea junto a la exquisita guitarra de Pedro Sierra y se apoderó de todo el significado de la palabra cabal.
El de la Tomasa no sólo es herencia y sangre, aunque en sus apellidos lleve la historia. Es sentido y sensibilidad. La verdad del que conoce y olvida. Verde claridad sonora, como escribió Manuel Alejandro, de esta Sevilla que ama y que anoche piropeó en un numerosas letras.
Se mueve por todos los palos y todos los estilos, regalando a los críticos la oportunidad de mencionar nombres olvidados y al público la posibilidad de rememorar lo perdido. Masticando cada letra, saboreando cada tercio, midiendo cada nota. Derrochando sabiduría desde la tranquilidad. Sin pedanterías ni desplantes.
Fue un placer cerrar los ojos y dejarse llevar por un metal preciso y certero. Maravilloso comprobar que cuando el cantaor es grande no hay cante grande ni cante chico. Y, desde luego, que el flamenco, cuando es puro, nunca aburre. Pese a la sobriedad de la propuesta. Claro que José de la Tomasa ya tiene en su garganta todo el acompañamiento posible. La serenidad que calma y la belleza que lastima.