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No es por hacer alarde de intuición pero, en este caso, la pista la dio ya el propio programa de mano. Pilar Astola. ‘Bailando en plata’. Su tributo a Miguel de Molina. Un elenco de ocho artistas, un programa de 12 temas con títulos como ‘Volver’ o ‘El día que nací yo’ junto a guajiras, alegrías y soleares y hasta ‘Minha’, de Bill Evans. Agradecimientos y poema al dorso incluidos. Sin hueco para ninguna anotación a boli.
La propuesta que la bailaora sevillana trajo ayer jueves a Cajasol seguía la máxima del que no falte un perejil. Un exceso de teatralidad que en cierto modo recreaba ese arte de posguerra tan dado a la búsqueda del barroquismo para tratar de ocultar la miseria.
En este sentido, Astola estuvo genial en su papel de ‘madre’ del artista, animando y jaleando al cuadro. Haciendo hincapié en su labor de intérprete. Recordando a ratos a esa Ángela Molina de ‘Las cosas del querer’ que suplía sus carencias tirando de sensualidad. Poniendo el mismo ímpetu en bailar por taranto que en cantar el ‘Ojos Verdes’. Claro que moverse en este contexto tiene su peligro. Y ‘Bailando en plata’ terminó produciendo empacho de un flamenco ligero, que, si bien define toda una época, resulta obsoleto a finales de 2013.
Es verdad que la sevillana Beatriz Santiago supo mover con dulzura hombros y abanico por guajiras, al igual que Juan Martín dejó patente sus cualidades técnicas por soleá o Abel Harana quiso imprimir sal a sus alegrías. Pero primó el recuerdo a las coplas del maestro Molina, en la voz ahora del cantaor Antonio Santiago, por encima del baile y por encima del flamenco. Y, sobre todo, faltó limpieza. Dejar cosas por decir. No olvidar que lo poco agrada y lo mucho cansa.
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