'La Pepa', espectáculo de Sara Baras en la Bienal de Flamenco de Sevilla 2012. Foto: Antonio Acedo.

SARA BARAS, MUCHO MÁS QUE ‘LA PEPA’

 

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Cuando el público va a ver a Sara Baras jamás menciona el título del espectáculo, basta su nombre para agotar entradas. A una no se le programa tres días en la Bienal de Sevilla, en el Teatro Maestranza, y con el precio de localidades más caro por casualidad, podría añadir ella.

Primero ha tenido que llenar tres cuartas partes de su biografía con ‘Premios y honores’ y apariciones en ‘Cine, televisión y publicidad’, lo que resume a la perfección su verdadero logro. Ser, por un lado, una bailaora a la que ningún flamencólogo le puede restar virtuosismo y, por otro, la más conocida entre los no flamencos, la que nunca defrauda a los suyos.

Un terreno difícil que ella controla con maestría, a pesar de que en este arte toda la vida se haya predicado “que darse a la galería es prostituirse” y que la dignidad artística pasa por una reivindicación de lo sublime, aunque se lleve “un remiendo en los pantalones”, que explica el crítico, Agustín Gómez, en torno a lo que también se le achacaba a Marchena.

Llegado a este punto sobra decir que, en Sara Baras, lo que es distrae de lo que dice. Su representación alegórica de ‘La Pepa’, la personificación de la Primera Constitución promulgada en España en 1812 y sus valores, es una vez más la excusa para verla a ella.

Es cierto que la propuesta escénica de corte clásico y preciosista, las coreografías completamente sincronizadas y de ejecución perfecta, el vestuario y decorados casi operísticos, el efectista uso de la iluminación y un hilo argumental sencillo, más a modo de contexto que de pretexto, convencieron por completo a los espectadores de la gaditana. Pero faltó Cádiz, faltó soltura y faltó alegría.

Aún así, qué más da, si el precio de la entrada hubiera estado bien pagado sólo con las soleás por bulerías que se marcó la artista, en un alarde de sensualidad, serenidad, fuerza y vitalidad. Es más, incluso ahí podría haber terminado el espectáculo.

Sara Baras sabe manejar perfectamente la escena, medirse, guardar la contención, ya sea en un vals, en las mencionadas soleares o en las alegrías, su plato fuerte. Es de esas bailaoras a las que no les hace falta moverse para bailar. Su expresividad y su magnetismo atrapan a los espectadores, los cautiva. Y lo mejor es que en ella todo parece natural.

Cuando lo requiere, la voluptuosidad de sus vestidos la convierten en etérea y cuando se precisa la fuerza de su inigualable zapateado la devuelven a la tierra. Es verdad que puede pecar de exceso en sus lecciones de punta y tacón que, en ocasiones, parecían interminables. Pero qué fantasía de taconeo, qué forma de recorrer el escenario. En estos pies se podría resumir la libertad del pueblo que se enfrentó a las tropas napoleónicas.

Por eso, sin desmerecer la genial farruca del cordobés José Serrano, ni las intervenciones más que correctas del cuerpo de baile -en  su mayoría gaditanos -, la mitad sobraba. Igual que los casi diez minutos del solo de los percusionistas. Definitivamente, no había necesidad ni de dos horas y media de espectáculo ni de llevar cansado al público a un final que tenía que haber llegado antes. Sobre todo, porque en realidad, la transición es todo lo que hay entre Sara Baras y Sara Baras.

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