Si usted no ha sufrido por amor, si nunca ha tenido una historia atrapada en la garganta, si jamás se ha sentido perdido… entonces, probablemente, no pueda entender esta crítica. Ni la poesía de Lorca. Ni la obra dirigida por Juana Casado y producida por la compañía TNT que ayer volvía al Teatro Central justo un año después de su estreno. Tampoco la vida.
Para exprimir ‘Aleluya Erótica’, la tragicomedia sobre la relación imposible de Don Perlimplín y Belisa en su Jardín que se hizo con el Giraldillo al Mejor Espectáculo en la pasada Bienal de Sevilla, es necesario haber deseado alguna vez estar muerto. Para digerirla, hay que tomarse tiempo.
Lo que le sucede a estos personajes encarnados en piel y alma por el cantaor José Valencia, la bailaora Rosario Toledo y el guitarrista Dani de Morón, no termina cuando acaba la función. Más bien uno intuye que ahí empieza la verdadera historia, la que todos conocemos.
Por eso, por más que el público fuese ya advertido por las críticas de la profundidad de la propuesta, en el patio de butacas se revivió exactamente lo mismo que el 20 de septiembre de 2012: llanto, ovación y absoluta congoja. Y nadie a la salida era capaz de ser trivial en ninguna charla. No sin antes sacar del pecho esa sensación que es capaz de removerte tu pasado, tu presente y tu futuro.
Claro que el éxito de ‘Aleluya Erótica’ no está solo en la universalidad de lo que planteaba el poeta. En el flamenco hemos asistido a revisiones de los textos del granadino que más bien nos han hecho pensar eso de ‘si levantara la cabeza’.
La verdadera genialidad de la obra, que se podrá ver el 22 de noviembre en Córdoba, está en sus protagonistas. En la capacidad de todos ellos para hacer creíble lo que se está viendo. En el virtuosismo. En el cariño y en la ternura que muestran. En su valentía y en la generosidad para regalar momentos para los que antes han tenido que desnudar su alma.
Rosario Toledo, José Valencia y Dani de Morón atrapan al espectador con una interpretación soberbia, seria, íntima. Que incluso da pudor. Lo hacen además ‘deconstruyendo’ –como diría Ferrán Adriá- el concepto de cuadro flamenco. Es decir, los tres logran desprenderse del papel de guitarrista, cantaor y bailaora para ser personajes. O mejor, personas.
Así, Rosario es el erotismo. Su baile etéreo y frágil desborda sensualidad en cada gesto, dejando caer el pañuelo, atándose los tacones, empapándose del agua purificadora. Ella no interpreta a Belisa, la ha entendido y la ha hecho suya. Y ahora, tras un año, mucho más si cabe. Es un placer verla bailar por farruca, desenvolverse en escena con la soltura que lo hace por tanguillos, descomponerse al compás de ‘Réquiem por Sueño’. Intentar mantener el equilibrio de su propia vida.
José Valencia, por su parte, está magistral en su papel de anciano desesperado. Natural, creíble, puro. Su voz gitana se suaviza en estas letras hasta arañar las entrañas. Parece que las mastica. Las tarantas de Vallejo adquieren en él una nueva significación. El ‘Amor, amor’ del genial Mario Maya produce dolor físico y la revisión del ‘Pequeño Vals Vienés’ trae a Enrique Morente entre nosotros, con todo lo que eso conlleva. Si en lo jondo fuésemos dados al uso de comparativas de este tipo, este Giraldillo al Cante podría ser considerado el Robert de Niro del flamenco: camaleónico.
De la guitarra de Dani de Morón, responsable también de la composición musical, parecen salir lágrimas. Desde el fondo del escenario, invisible para los espectadores, Dani sacaba notas y compases que apuntaban directamente al corazón. Su sensibilidad extrema y su facilidad para tocar desde el alma no precisa de primera línea. Sin apenas aparecer, le acaba poniendo el sentido a la historia y narrando el argumento.
Con todo, la historia va avanzando tras un comienzo duro, desconcertante y difícil para ir alcanzando el clímax teatral que no pierde de vista al flamenco como único lenguaje. El que nos enfrenta a nuestras propias debilidades y nos hace vulnerables. Aún hoy, muchos seguimos heridos de amor, huidos.