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Volvía el martes al Teatro Central apenas seis meses después de que cerrara la Muestra de Flamenco con el mismo espectáculo, ‘Lunares de Almidón’. Pero da igual las veces que Milagros Mengíbar baile en Sevilla y da igual la propuesta con la que se presente. El público la reconoce como la mejor representante de una escuela y sabe que verla siempre es un placer.
A Mengíbar no le hace falta moverse para bailar porque con un movimiento de manos suyo, un arqueo de brazo o un quiebro de cintura resume toda su filosofía flamenca. Deja que el cante le vaya entrando por los poros y esto se le percibe en cada gesto. No se mueve por impulso ni siquiera porque convenga a la escena. Prefiere pararse y sentir, invitando a los espectadores a acompañarla en el proceso. Un proceso que entiende el baile como un vehículo para perseguir la felicidad. Como flor, como luz, como amor, como dulce sueño.
Da gusto ver cómo se meció por cañas y alegrías al compás de las voces de Juan Reina, Manolo Sevilla y Manuel Romero y cómo se estremecía con la sensibilidad y la flamencura que imprimió Rafael Rodríguez durante todo el espectáculo.
Claro que el mejor tributo a la maestra de la bata de cola lo rindió Luisa Palicio. La bailaora malagueña es, sin duda, su mejor homenaje. Lleva años a su lado quedándose con lo mejor de la trianera y ha sabido además construir un discurso propio.
Las soleares que bailó Luisa Palicio fueron una lección de maestría, coherencia y sabiduría en todos los sentidos. Por técnica, por inteligencia y por sensibilidad. Luisa baila limpio y claro. Con sencillez y dominio, aprovechando cada nota para dejar escapar su emoción. Así, supo medirse, mecerse y poner al servicio del arte su fuerza y su corazón. Haciéndolo además con una sensualidad absolutamente natural que obligó a todos a tambalearse en sus asientos.
A su lado, la bailaora Maise Márquez poco pudo hacer para alcanzar ningún protagonismo con sus seguiriyas. Luisa hace mucho que dejó de ser ‘alumna de’ para ser espejo en que mirarse.
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