Cuando el flamencólogo Agustín Gómez habla de Enrique Morente destaca su fe en sí mismo y su valentía. “Vendrán luego la inteligencia y el amor a su trabajo, y acaso todas ellas se reduzcan a la primera”, dice. Al fin y al cabo, esta fe en sí mismo es el motor de su defensa a ultranza de la libertad creadora, de su renuncia al éxito inmediato como único camino para evolucionar y de su compromiso por educar al público y defender la cultura popular. Nunca trató de convencer ni vencer. Más bien, como declaró en alguna ocasión, siempre quiso “hacer cosas que pudieran arreglar el mundo”.
Valga este recordatorio a Morente –que ayer hizo dos años que falleció- para hablar del concierto que Arcángel, junto a las impresionantes guitarras de Miguel Ángel Cortés y Dani de Morón, ofreció en Sevilla dentro del ciclo de los Jueves Flamencos de Cajasol. Porque, sin duda, el onubense dio una vez más muestras de que es uno de los mejores herederos de este concepto de dignidad artística que de una forma tan natural dejó su maestro.
Por eso, tras las críticas recibidas por sus últimas apariciones en la Bienal -la más reciente junto a la Orquesta Barroca Academia di Piaccere-, se presentó ante una sala abarrotada que había agotado las entradas hace dos meses y ofreció un recital de cante clásico que dejó sobrecogido al patio de butacas. Como si hubiese querido dar dos tazas de caldo a los que no querían ninguna. Eso sí, dejando claro, que su decisión de mostrarse en su faceta más ortodoxa, responde a su opción personal, “nunca a la de alguien que acuse”.
Sea como fuere, lo cierto es que Arcángel arrancó oles desde el momento en que dio la entrada por malagueñas. Y durante la ejecución de la soleá apolá, la taranta, las siguiriyas, los tangos, las cantiñas y los fandangos que completaron las dos horas de espectáculo, protagonizó momentos sublimes en los que se acordó de todos los maestros y recurrió a esas letras que recuerdan por qué no hay un flamenco viejo.
Arcángel huye del aplauso fácil y va a contracorriente, en el ritmo, en los tonos… Buscando siempre la distinción, el gusto. Tiene la habilidad de mecer el cante, pero también de llevarlo al límite para luego retorcerse. Por eso, cuando apretaba los puños se oían suspiros espontáneos entre el público fruto de la emoción contenida. En definitiva, si hay algo que valorarle a este cantaor es que nunca busca atajos. Y en sus espectáculos nada es casual.
Tampoco, por supuesto, que lo acompañaran dos de los mejores guitarristas del flamenco actual, que por sí solos podrían haber llenado el aforo. Miguel Ángel Cortés y Dani de Morón se complementaron y se gustaron en sus distintos estilos con una complicidad y una delicadeza exquisitas, sólo propia de los grandes. Pero, claro, sus intervenciones darían para otra crítica aparte.