‘Desde la Barrosa’ llegó el jueves el cantaor Antonio Reyes a la Sala Joaquín Turina de Cajasol con la «responsabilidad» de cantar en Sevilla y hacerlo delante de un público que llenó el teatro y entre los que se encontraban compañeros como Miguel Poveda o Pedro El Granaíno.
Antonio Reyes se sabe esperanza para los aficionados que buscan lo cabal. Su cante corto forma parte de una escuela que hoy día pocos jóvenes representan. Pero además el chiclanero tiene pellizco y un metal delicado capaz de encoger los tercios.
Es de esos cantaores primitivos que nunca sabes cuándo va a romperse, que te hace sufrir y soñar a partes iguales, que canta porque su vida es el flamenco y porque probablemente no sabría hacer otra cosa. En su voz están todos sus referentes: Camarón, Mairena y Caracol, a los que evocó con la Nana del Caballo grande, el Romance del conde sol y las míticas zambras, respectivamente. Sin embargo, fue en la farruca, en los tangos, en las alegrías y en las seguiriyas-martinetes donde Antonio expresó más sus cualidades personales imprimiendo todo su sello marinero y haciendo respirar frescura.
Es cierto, aún así, que tiró de un excesivo acompañamiento de dos guitarras -Antonio Higuero y Manuel Jero-, tres palmeros (Diego Montoya, Tate Núñez y Carlos Grilo), el violín de Sophia Cuarengui y el piano de Sergio Monroy que, en ocasiones, impedía escuchar con naturalidad al artista y dejarlo romperse por sí mismo. Quizás Reyes quiso quitarse su inseguridad en el escenario tirando de un recurso que en vez de ayudarle saturó la propuesta.
Resultó innecesaria también en las dos horas de espectáculo la colaboración de Remedios Reyes por bulerías. Y el baile de Patricia Valdés, que se hizo con el respetable por su genio y sus desplantes, acabó adquiriendo un excesivo protagonismo en lo que tendría que haber sido la noche del cantaor.
Antonio Reyes tiene en sus cuerdas vocales el reflejo de toda la costa de la luz. Esperemos que en otra ocasión nos deslumbre del todo.
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