Recio, equilibrado, seco y profundamente varonil. Así es el baile de Ángel Muñoz y así lo expresó este jueves en el ciclo flamenco de Cajasol en su espectáculo ‘Ángel, del blanco al negro’. Una suerte de recorrido circular por su propia trayectoria en el que el cordobés se mueve por estos extremos cromáticos (y toda su traducción simbólica) haciendo escala en los grises.
Así, Muñoz va desde la claustrofóbica oscuridad de los martinetes o fandangos hasta la deslumbrante luz de las cantiñas y viceversa, pero lo hace imponiendo un único concepto de baile que es el suyo. Es decir, el juego en la propuesta está en el contexto, en lo externo, en las luces intermitentes o en la musicalidad. Y frente a esto él se mantiene fiel en su clasicismo sin concesiones donde la importancia está en el eje, en la posición, en el giro perfecto.
Para esto, para mostrar su baile en toda su amplitud, contó con dos cantaores de voces claras y precisas, Miguel Ortega y Antonio Campos, que regalaron algunos de los momentos más emotivos como el mano a mano por fandangos. Y también con unos músicos (Javier Patino a la guitarra, Nacho López a la percusión, Diego Villegas en los vientos y Artomático en la música grabada) en los que en realidad recayó el peso de una obra con fuerte carga instrumental. El solo de armónica en las cantiñas que hizo Villegas o el saxo que puso en el taranto bien merecerían un aparte por su dulzura y su tremenda flamencura.
Por lo demás, sobró condensación e intensidad y, en ocasiones, hasta faltó escenario para el bailaor que sólo se ausentó para cambiarse de ropa. Pero, como decíamos, éste era un espectáculo donde el principio y el fin estaba en su manera de entender el flamenco. Áspera, sólida, inflexible.
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